contacto.

Mi foto
contacto: vomitiva@gmail.com/ /facebook: vomitiva eskritura/ revista de literatura y artes visuales en formato papel con ejemplares numerados. /equipo creativ¨*/ RachyLamicq*/ DennRay*/ VomitoergoSum*/

domingo, 11 de abril de 2010

(Fragmentos de la Novela inédita de Eugenia Brito en Vomitiva 5.


EL ARCO COTIDIANO
(Fragmentos de la Novela inédita de Eugenia Brito Arco de transición)


INTRODUCCION


Ni mis palabras me pertenecen ni mi boca que se contrae cuando hablo palabras que no son mías en este plano en que la lengua no basta, la conciencia muere en cuanto la aventura me manda deshacer la casa y con ella el orden la gramática el orden.
Sintaxis nueva me coronará para entrar en nicho o sepulcro pleno con florecitas a los costados, llenando con piedras pequeñas la invadida la capitana como la nao de Colón enterrada, en pleno blindaje barroco, estuche el cuerpo bisagra el alma vierto el perfume de aguas tan blancas que la contienen jaspe alga marina rizo rizoma lisonja plena

La niña espera
Rapto en el habla

La niña espera

Elisa sepultada en esa casa habitada por los más viejos, no le han dejado cuarto alguno sin huella de sus existencias, ahora la abuela se ha ido por el verano a visitar parientes, la vieja desea el nexo con su gramática, que ya murió y pertenece a otro libro,
La madre fue arrasada por corrientes suroceánicas en el mismo universo que le aplazaron los valles, los ríos y la montaña.
Elisa lee, hurga en los libros un mapa nuevo

El abuelo peregrina por el jardín... Ya ha cortado dos ramos grandes de flores (rosas).

¿Cuál cortará ahora? ¿Qué tallo podará?

Su mirada se pierde extraviada en la lontananza

El se prometió a sí mismo no ser más testigo de esos viajes insólitos que las hembras hacían, en los que partían dejando atrás cualquier hebra que le recordara el pasado, él era polvo, ojos de polvo, boca de polvo, entre otros él era el polvo de ese jardín. “Y yo soy inocente, no busqué nunca la fábula de Miranda ni me encontré jamás en los juegos de Magdalena..
Pero Elisa no habla, no dice nada frente a lo que digo, tengo la impresión de que su cuerpo no recibe mis palabras. Ya soy un viejo, ya no tengo las mismas energías que me acompañaran con las otras dos. Combatí su impudicia, retuve sus miembros, los comprimí con seducción, compré joyas, amplié sus habitaciones, las llevé a oír música, les traje libros.
Elisa se esconde, es una fugitiva de todas mis apreciaciones estéticas. Sólo una vez habló; me dijo: la ciudad me necesita. Me necesita y se expresa en las puertas, en los rincones. La ciudad me hala por el pelo con violento terror.
Me hallaba en una escena, un film desconocido
De qué ciudad hablas?

De la ciudad del miedo, de allí es de donde vengo. Ahora ya la enterraron, pero veo sus restos. Y sólo dicen: deseo”

Huí de Elisa, la dejé en el jardín, allí dormiría presa de la locura y de las violentas alucinaciones “

La niña entra en el jardín, silenciosa, detrás de ella el gato, el gato tiene los ojos relucientes, no busca dormir, hay un banco de piedra en la plazoleta que rodean los árboles. Arriba, hay nidales de polluelos. Gorriones, se dice la niña, el gato observa con avidez.
Sí eran gorriones.
Sus nidos son más pequeños que los otros, su piel gris y suave, los gorriones cantan en una melodía que ninguna música podría interpretar.


Su canto es la rima con que se inicia el mundo, de cómo se separan los territorios y de como la habitación de la casa, desde cuándo su rito de morada, de las fugas del aire, de las permanencias y los nacimientos. Del aire y del viento. De las piedras. Y de los implacables roedores que trabajan en los cimientos.
Mi abuelo odia los pájaros. Sólo le gusta ver cómo cruzan el cielo.

II

Miranda había jugado durante muchos años y para traducir sus juegos, tenía que ir buscando cuarto tras cuarto, la pieza que requería, específica. Un aire, un soplo, la visión de un cuadro, una ventana a medio abrir, parecían detalles, pero eran esos los materiales con los que ella vertía los planos inclinados en donde ubicaba el tablero de ajedrez.
Lo que quería era la reorganización de la casa y su arquitectura, pero el espacio le era fugitivo. El tiempo parecía enrarecerse y verterse en los vitrales , en donde extrañas figuras perdidas en el cristal querían iniciar con ella una fuga, una tocata, una desarmonía para instalarla, como un paso en falso en los tramposos cortinajes: los brocatos, llenos de color y vibraciones, las sedas ruidosas y ágiles., que contaminaban directamente su ojo, haciendo estallar el sol.
De pronto notó que esas telas le iban comiendo la carne. Se iba quedando magra, magra
Miranda conocía los secretos de la casa, sabía desplazarse al túnel y por allí miraba las horadaciones acuosas de los conejos, los escondites de los gatos y los restos de algún habitante que había sabido irse a tiempo.
Miranda era la hermana mayor y por ello, el abuelo sabía que la casa no era sólo una ruina, era un trofeo.

En su cuarto un reloj detenido en el tiempo, lo dejaba pasar, a medida que el sol jugaba con las pelusillas del polvo apilado en los vastos edredones y en las almohadas, generando perspectivas de distinto tamaño y ubicaciones centrípetas a la luz.

Miranda buscaba su posición de reina, el cuadro del salón en que su abuela sentada bajo un árbol se recostaba mirando ¿a quién?
Su pose la desarmaba, auscultándola de frente y de perfil.
Quieta iniciaba un homenaje a su antepasada, pero la muy sardónica de la tela, le avisa:
Muévete

Miranda se iba de allí, sintiendo el frío cinismo estallar en sus sienes. Era como los disparos que a veces los granjeros, de caza lanzaban, intentando herir y matar a un ciervo joven un venado o matar por inútil un caballo, un perro.
La vieja tenía esa mirada, entregada y furiosa. Había sido un animal condenado a morir..
Los adobes de la casa eran demasiado crepitantes, tiritaban todos los días, dejando caer un poco de luz fría, un poco de agua, la de las mañanas neblinosas, con un crujido endeble pero persistente. Eso era también un aviso. Debía salir de su lugar envenenado.
La casa se llenaba de su propia ansia y tenía que huir de las angostas murallas, de los campos, del pueblo conspirador y rumoroso, de la vaca rumiante, de la foto.
Por eso había buscado su lugar detrás de los rosales.
Bebía vino muy dulce, sacaba las castañas crujientes de los árboles y armaba un sitial entre losa limoneros. Entre la hamaca y la pequeña apertura de un árbol grande, sacó sus libros y escribió que la suerte era esquiva y traicionera.
Armó un altar transitorio y hurgó entre los desechos para no dar señales a las máscaras de su existencia a los lares. Entonces, gozó de una impenetrable y casi definitiva invisibilidad.
Así apaciguó a la bruja y a los ángeles y sacando los naipes y rodeando el brazo en un semiarco la bruja ordenó el juego y tendió en sus brazos unas mallas.
Fue así como dispuso con naipes y dados, una nueva gramática.
En la casa, entró el aire y las telas por fin quedaron quietas.

Pero sepamos que desde la casa y el afuera, las perspectivas temporales son dos:
La casa quiere la permanencia
El jardín, la guerra.



El gran dios africano que aparece en los naipes era un soldado

O era su abuelo?
Adentro, su vientre esconde una metralleta: todas las balas a punto de disparar.

Por eso el pueblo ha huido en su mayoría y el silencio se hace cada vez más redondo
Miranda buscando el cuadro de la abuela sabe que ella es un rehén.

La televisión está encendida: hay un campo minado y en la reversa dirección del ojo, mueren cinco niños, su sangre flamea por el campo, al que riegan el llanto de unas madres que también mueren. Cuánta inocencia desperdigada, el requisito feroz para ese portaaviones que hunde en el cielo negro su carga mortífera. El brazo derecho del dios se cae: allí habita el cóndor y la lechuza que ha puesto un nidal de huevos amarillos emite ruidos agudos: el color rojo vibra en sus enojadas plumas que en línea recta trazan rutas impensables a las cartas que caen.

El fuego ardía y su luz ciega a Miranda.

Sus vaticinios eran amplios y generales. La sibila sabía decir cosas que alcanzaran a todos como por ejemplo:

La nada topa en el infinito.
El infierno también está lleno de gloria
Los naipes estaban contaminados, son puro azar en esas horas violetas

Miranda saca un velo, en él rápidamente se esconden los polluelos.


El vientre de Miranda llama a la muerte. Sí, hay un velorio en sus carnes abultadas y una gran familia pasa por él. No sólo la familia, hay desconocidos que por supuesto se asemejan a otros, las mentes foráneas pueden tener grandes diferencias, con mucho repetirse en uno que otro aspecto, pero ésos que se asemejan son contables como los latidos de un corazón y las neuronas de un cerebro humano.

El velo se descorre. Maciza y descascarada, la pared cae sobre el lecho. Miranda debe abandonar la cama, también su agitada habitación que pugna por invadir toda la casa y que es el caos.

Yo quise abrazar el universo entero, se dice, cuando sale.

El ojo negro y llameante del dios africano la persigue.

La selva no se va totalmente con ella

Sigue allí con su traje deshilachado y cubre de blanco todas las telas

Son el único traje que llevará Miranda
Casi un designio ese vestido, fugaz y definitivo.
Con alambres en los pechos, los dos pezones zumban eréctiles
Con nidos de polluelos atormentados sobre la falda y un abanico de trance inmediato para la siesta.
Se cae y ahí sobre ella se instala la diapasón del aire que desordena su frente, alquila sus neuronas y pone el mito como límite de su memoria.

Un escándalo, se habla en el pueblo, la hija mayor de Acosta, ha querido irse otra vez.
Un horror, dicen las viejas, contemplándola, entra en la vejez y se lleva con ella cualquier expectativa.
Es el olvido, dice el telefonista, en el pueblo se sume la miseria. Nadie cuidará de los duraznales?. Y los damascos, apretados, jugosos?

Si los miraran, si los observaran bien, verían una línea de carmín morado, algo así como un lápiz de labios de mujer, que arde y arde. Que late y se resiste a perder y caer en el estrépito de las hojas crujientes del otoño, cuando los pájaros hacen ronda sobre ella, haciéndola soñar con las vigas laterales de la casa, con el temblor, que hizo llenar de tripas y de vahídos el suelo sarmentoso, con las nuevas construcciones modernas y los Ministros, ebrios y los curas, siempre presurosos y dispuestos a pontificar y a penalizarlo todo mientras la melancolía hace hundirse al sol bajo las últimas nubes sigilosas.


Miranda había vivido el terror. Lo había hecho de manera temprana y se preparaba siempre para ver qué nueva catástrofe le anticipaban sus órganos.

Por eso no vio cuando las manos fuertes de un campesino joven la trasladaban.
La llevaba hacia el nuevo hospital, recién construido por las autoridades.

“está perdida, se decía, tal vez muy asustada, pero sólo tiene fiebre “.- se dijo. A su lado también iban los polluelos, disparados, asustados, informes.


Su ausencia trajo a la casa a Magdalena. Más bien, Magdalena vino para contrarrestar el poder de los hombres

Vino con vacilación. Hay muchas cosas de las que no quisiera oír ni hablar.
Jardines, grietas, polvo en las telas.
El atroz dormitorio de Miranda
El portón tan sacudido por las mujeres.
La foto de la abuela que fue rápidamente removida de allí. En su lugar, una réplica mal hecha de un dibujo de Matisse.


Magdalena evita cuidar los niños; no se dio a los hijos, mal podría hacerlo con los nietos, aunque ellos que entran y salen por la casa, vengan a visitarla todos los días. A veces le traen un ferrocarril, aviones y le producen un gran estrépito. Todo para romper el silencio y llegar al terror.

El terror se cree mudo, pero abre agujeros en la carne.

Por eso, Magdalena está completamente agujereada.
Aunque para los niños, ella parezca un somnoliento tronco de árbol en calma, sus furores pasan de uno a otro extremo de cada rama y ese árbol cruje. Los chicos ríen ante el sonido que creen es corpóreo y que viene de la maleza, pero no
Es un esqueleto oculto desde la raíz y que va sacando la lengua, abriendo los párpados , moviendo los hombros, hasta que sale luciendo íntegra su temida faz.
Más atrás hacia la noche, el sonido de Beethoven, integralmente sordo, llama.

Es una convocatoria:
¿El terror suele vestirse de blanco como una madre?

Ni el oído escucha ni la voz se siente, es desde el cuerpo, desde los espacios del cuerpo que intenta habitar. Pulsar sus ecos, los laboriosos espacios que esa arcada llama:

VITAL

Magdalena existe, está en el sonido y no en otra cosa sino en él

Afuera la música se encoge insatisfecha, no hay manos que la pulsen ni oído que la detenga y ella es una dentellada larga e hiriente, pero es una dentellada cósmica y muerde como nunca la nada.
Ha salido de la cruz y es como la sal orgánica
Trasciende a la madre que deja a Magdalena y a los niños en el relato, solos

Es un arco, una profundo y rebelde resistencia armada.

Lloverá mucho, por varios días.
No hay sobrevivencia para esa inundación


Magdalena en el piano sabe que todo acontecimiento puede volverse sabio y hasta llegar a provocar placer.


Y hubo acontecimientos, se aglomeraron los hechos. Hubo radiación cósmica, el planeta se hizo chico, el hombre del Norte iba y venía, casi no quedaban polluelos en el nidal.

De pronto se hizo la luz, como cuentan los alacalufes, onas y yaganes, nació el otro hombre.
Hubo sequía, infertilidad, hubo tormentas eléctricas. A pesar de todo llegó la cultura electrónica.
Los contactos se abrieron, se fortaleció una gran muralla eléctrica sobre el pueblo envejecido y somnoliento.

Elisa, que abre por fin los ojos, encuentra el interruptor.
Como siempre, el abuelo dice:

Es muy pesado el portón de entrada. Casi requiere del esfuerzo de dos hombres para moverlo

Ha olvidado (¿o desea olvidar?) la pequeña puerta del sótano
Y la llave que dejara el jardinero.

No sabe (¿o prefirió no saber ) de las huellas del campesino que transportó a Miranda

Allí por donde están los útiles de la poda, allí está la pequeña puerta que conduce abajo.

Ningún viaje tiene retorno, ninguno produce alegoría.

Elisa prende la luz con mano diestra:

La tela desenmarca al cuadro; su pintura es fresca y está viva, recordando cómo el ojo la vio, usando blandas y promiscuas imaginaciones.

El cuadro ya no es más rectangular cuando el deseo intenta abordar a Elisa .

Maestro, dice ella casi hundida en el azul,

Maestro, me confunde el abismo y no sé cómo poder llegar a ser real.

No hay dulzura más plena que el azul ni atmósfera más fina que la que emana del cuerpo con el placer, maestro, me deshago entre el agua que me inunda y segregaré intactos mis locos genitales.

La educación del espíritu es la consagración a la materia, la belleza siempre se regocijó en lo vil, mira cómo la tinta sale y se convierte en barro.


Las heridas son gloriosas y expresarán placer.


La gula atrae, la lujuria llama el éxtasis que es pleno y es mortal.


Cómo mantener un habla sin modelo previo, una estatua vieja, premoderna, picoteada por la sal y la contaminación del aire que más que reproducción anticuada es el uso común de las palomas grafiteras y del tráfico de jóvenes que arman una pandilla enrarecida por el cigarro y el alcohol. Elisa ha salido de la casa y llega a la calle





Detrás de ella salen muchas otras y también sale Magdalena. Son un cuerpo ensamblado cuyas articulaciones hablan de una administración corporal cuya planificación ha pasado por los diarios de varias épocas, por los estilos y los adiestramientos tecnológicos de distintas edades.
Pero lo que sale es un cuerpo que no ha querido dejarse amaestrar por la razón utilitaria, ni por la técnica ni por la malla densificada de los circuitos globales.
Lo que sale de Elisa es un grito y el grito parte de un animal humano que porta en su pelaje una fenomenal historia de cacerías.
Lleva el animal en el lomo y el ojo que busca perderse en las multitudes.
No sabe que éstas la conforman.
Que ellas la tienen confirmada, pactada entre su uso y su estático porte vigilan.

Desean sí su dura convocatoria que es el placer huérfano del nombre. Desean sí su inaudita y nada adiestrada gloria. El infinito. La mirada colmada de éxtasis de los que no tienen, de las que no siguen ley, pero que vagan, no bajo su amparo ni su sombra, sino más allá , más allá en la cuchilla de la sangre rodante, en la estepa, en la foresta, una maleza rara que nadie puede cortar. Viven radiográficas. Hiperbólicas tantean su mantra inédito.

El habla que asedia la certificación de estas indocumentadas vuela por el aire y asalta las puertas selladas de los tráficos de los bancos, del comercio y de las escuelas. Chisporrotea su grasa y vuela a horcajadas más allá de la ley, en su buscada zona de planicie e ineficiencia. Vuela por entre los blancos (negros ) espacios (rojos) de su letra y chorrea (despacio) entre su memoria(densa) cristalizando en hojas, en escritos, que dejarán por ellas su vieja identidad.


En oral curso, surge su música que es rara al ojo y que despierta en el oído la vocación a cantar. Pueblo, dicen
Puebla, contestan otras(voces )

Se arma el diálogo

Y las hojas escritas danzan como los cuerpos en el baile violento que su deseo imprime en la multitud. Alta y sobre las copas de los árboles.


Tengo que escribirme sobre una cara blanca, tengo que huir de sus modelados,
No puedo partir sino desde la ausencia que ella prediseña y que augura la terraza plenamente abierta a la sombra de sus inmisericordes hijas, si no, cómo saldrán, las pálidas, breves, angostas, la cintura ansiosa de aquella mujer joven

Cómo salir de esa máscara blanca
Sin cuerpo, sin orilla que no sea la que delata esta deformidad que me acompaña

Gime una voz desde las hojas ya tan escritas
La ausencia de Miranda, y la abuela, sustituida por esa mala copia de Matisse

(…)

No hay comentarios: